Creen en la continuidad de la vida después de la muerte. Por eso a sus muertos le proveen de todo lo necesario para que puedan realizar, el largo y peligroso viaje a la tierra sin males.
Su costumbre obliga a una práctica rígida del culto permanente a los antepasados, manteniendo una relación estrecha y continua entre la comunidad de los vivos y los muertos que se traducen en ayuda recíproca. Celebran en honor a los muertos una gran fiesta cada año buscando así que los espíritus se mantengan vivos en el corazón de la comunidad. Los muertos proveen de alimentos a sus vivos, les envían la lluvia que favorece las plantaciones y velan constantemente por su bienestar. Los vivos, a su vez, deben tributarles ofrendas.
Creían en la inmortalidad del espíritu y en el hecho de que
la muerte consistía en el acto por el cual el alma abandonaba el
cuerpo físico ya sin vida. Muerto el individuo, sus familiares procedían a la
destrucción de todas aquellas pertenencias del mismo que pudieran retenerlo
indebidamente en el mundo de los vivos. Si el alma quedaba, por simpatía hacia
algún objeto, en el mundo terrenal, se transformaba alma en pena. El alma en
pena, podía manifestarse a los vivos bajo el aspecto de un póra o fantasma. El difunto era enterrado en un japepo, una vasija de
cerámica de dimensiones considerables. El japepo no tenía una utilización
específicamente fúnebre sino que cumplía múltiples funciones.
La vasija era enterrada en el mismo sector que ocupaban las
viviendas. Junto al japepo se depositaban otras pequeñas vasijas cerámicas que
contenían alimentos y bebidas, ya que se consideraba que en sus primeros
estadios de desprendimiento del mundo terrenal, el alma aún conservaba ciertas
apetencias humanas.
Concebido por las manos alfareras de la mujer guaraní,
servía para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las bebidas
alcohólicas y para servirlas en los agasajos, y luego finalizaba convertido en
urna funeraria.
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